Un día como otro cualquiera, en un barrio como otro
cualquiera se encontraba una casa que destacaba en medio de una
hilera de pisos hechos al por mayor. La casa tenía un precioso techo
en forma de triángulo (beneficioso para los días de nieve), seguido
por unas paredes de madera de color morado oscuro. Lo que más
llamaba la atención de la casa era una ventana sobresaliente que de
noche si pasabas por allí podrías ver el interior de la vivienda
con todo lujo de detalles. Además la casa iba acompañada de un
precioso jardín delantero que estaba delimitado como no por una
valla blanca de madera. Hacía muchos años que se había construido
la casa y aunque antes habían existidos muchas similares ya solo
quedaba esa, el último eslabón perdido en una ciudad donde lo nuevo
primaba sobre lo viejo. En el vecindario todo el mundo la conocían por el
nombre de “la pequeña uva” y es que desde los imponentes
rascacielos la veías tan, tan pequeña como las personas veían a
las uvas más pequeñas que no se habían desarrollado bien. A la
gente le extrañaba que la persona o personas que viviesen ahí no se
hubiesen dado por vencidas y hubiese cambiado su destartalada casa
por un piso de lujo como los que ellos mismos habían tenido la
suerte de comprar. Si seguimos observando desde arriba vemos una
hilera de rascacielos que se levantan hasta el infinito, ni un
espacio libre dejan para que los árboles puedan respirar en paz,
toda una ciudad grisácea donde el único punto de color lo pone esa
casa morada.
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